El interés por la llamada “dieta paleo” parte de una premisa seductora: para mejorar nuestra salud, podemos aprender del pasado. El enfoque evolutivo sostiene que existe un desajuste entre la alimentación moderna y la fisiología para la que nuestra especie se adaptó, lo que contribuye a la alta prevalencia de enfermedades crónicas como obesidad, diabetes tipo 2, hipertensión y enfermedad cardiovascular.
Sin embargo, la evidencia antropológica y biomédica revela que nuestros ancestros del Paleolítico no seguían un menú fijo. Su dieta era flexible y dependía de la disponibilidad estacional y geográfica: plantas silvestres, raíces, frutas, tubérculos, carne magra, pescado, huevos e incluso miel. Esta adaptabilidad fue un rasgo evolutivo fundamental. La verdadera “sabiduría ancestral” no residía en la rigidez, sino en la capacidad de ajustar la alimentación a lo que ofrecía la naturaleza.
El paleontólogo Peter S. Ungar lo ilustra con la llamada Paradoja de Liem: los animales no siempre consumen lo que están “diseñados” para comer. Por ejemplo, aunque los gorilas están adaptados a masticar ramas fibrosas, si se les ofrece mango, lo prefieren al instante. Nuestros antepasados actuaban igual: aprovechaban lo más nutritivo y accesible en su entorno.
Esta versatilidad contrasta con nuestra realidad actual. Ellos tenían acceso limitado a la comida; nosotros tenemos supermercados repletos de azúcares y ultraprocesados a la vuelta de la esquina, disponibles en cualquier momento. Este desfase entre la alimentación para la que estamos adaptados y la que realmente consumimos hoy es uno de los motores de muchas enfermedades crónicas.
La literatura científica respalda que las dietas basadas en alimentos mínimamente procesados, ricos en fibra, micronutrientes y grasas insaturadas, y bajas en azúcares añadidos y ultraprocesados, reducen el riesgo de enfermedades metabólicas y cardiovasculares. Ensayos clínicos han mostrado que patrones inspirados en la dieta paleolítica mejoran marcadores como la circunferencia de cintura, triglicéridos, presión arterial y glucemia, y promueven un microbioma intestinal más diverso y saludable.
No obstante, la “dieta paleo” moderna no debe verse como una réplica exacta del pasado, sino como una aproximación adaptada al presente. El valor de esta perspectiva radica en la flexibilidad y en priorizar alimentos reales que reduzcan el desajuste evolutivo, no en excluir estrictamente grupos enteros.
Los pilares de una alimentación ancestral aplicada hoy:
Elige alimentos reales: frutas, verduras, legumbres, pescado, carnes magras, huevos, frutos secos y granos integrales. Evita ultraprocesados ricos en grasas trans, sal y azúcares añadidos.
Mantén un peso saludable: Evita el sobrepeso y la obesidad para reducir el riesgo de enfermedades cardiovasculares, diabetes, enfermedades neurodegenerativas y cáncer.
Potencia tu plato:
Frutas y verduras: se debe apuntar a consumir 10 porciones diarias (≈800 g)
Proteínas de calidad: pescado, pollo, huevos, legumbres, frutos secos.
Granos integrales: pan integral, avena, quinoa, son una excelente fuente de fibra y su bajo índice glucémico te ayudará a evitar los picos de azúcar.
Grasas saludables: El tipo de grasa es más importante que la cantidad. Opta por grasas saludables presentes en el aceite de oliva, la palta y los pescados. Evita las grasas trans y saturadas.
La clave no es copiar un menú de hace 50.000 años, sino rescatar los principios que impulsaron nuestra supervivencia: comer alimentos de calidad, adaptarse al entorno y mantenerse activo. Incluso enfoques híbridos como la dieta “pegan”, que combina lo mejor de paleo y vegano, reflejan esta filosofía: una alimentación variada, rica en vegetales y frutas, con proteínas y grasas saludables, ajustada a las necesidades individuales.
En definitiva, la lección que nos deja la evolución es que la flexibilidad y la calidad de lo que comemos son más importantes que seguir una lista estricta. Esa es la verdadera herencia de nuestros ancestros.
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